26 jun 2007

Sin moraleja


Llevo dos o tres años haciendo el mismo camino a pie para llegar al trabajo. Se trata sólo de quince minutos, diez si ando con premura. Durante todo este tiempo creo que no recuerdo nada excepcional que haya ocurrido en alguna de estas idas y venidas. Pero casi cada día que he llegado a la oficina ha habido un testigo fiel. No sé su nombre ni quién es.

Al principio lo veía tumbado en la entrada a un portal de la calle Sánchez Pacheco. Luego, hace ya unos meses, cambié mi ruta -sólo por cambiar- y comencé a pasar por la calle Pantoja. El resultado vino a ser el mismo. Será casualidad, pero el caso es que ahora él duerme y se despierta en esa calle. Así que lo veo tanto si entro temprano a trabajar como si salgo tarde.

Él huele mal, muy mal. Incluso los pocos días que no está, ese olor desagradable permanece allí, como si el aire se hubiera quedado estancado, podrido como el agua que no fluye.

No sé su nombre, pero sé que bebe vino barato y malo en cartón de ese que no vale ni un euro. Sé -también lo he visto- que a veces está rodeado de muchas palomas, atraídas por los trozos de pan duro que él ha debido tirar por el suelo. Una vez vi cómo un hombre de unos 50 años y bien vestido hablaba con él, aunque no tengo ni idea de lo que decían porque andaba por la otra acera.

Sé que en invierno pasa frío -se le ve en la cara- pese -o debido- a las mantas viejas y roídas que usa para intentar guarecerse de la noche.

En realidad, sé muy poco de él si se tiene en cuenta que nos vemos cada día. Hay ocasiones en que me pregunto si tendrá conocimiento de que existo. Si en las ocasiones en que tengo vacaciones me echa en falta. Si es capaz de saber si estoy triste o contento con ver la cara que llevo cada mañana. Si al verme se podría recordar a sí mismo con mi edad.

Son preguntas imbéciles, propias de una persona egoísta y egocéntrica como yo.

Yo, yo y yo. Seguramente, si un día de estos él ya no volviera a estar allí, yo tendría un pensamiento para él. Me preguntaría, durante instante, dónde estaría, me diría que hacía tiempo que no lo veía. Esa iluminación podría durar 30 segundos, quizá un minuto a lo sumo. Dudo que se extendiera más allá. Tras ese breve intervalo, continuaría pensando en mis preocupaciones de todos los días...

Y ya está. Aquí se acaba el relato. Puede que haya moraleja para esta historia. Puede que no. La verdad es que no importa demasiado. Sólo quería escribir. Sólo eso me da paz y me mantiene concentrado en algo, aclarando durante un rato los nubarrones de las últimas semanas.

Sí, ya lo sé. No hace falta que me lo repitáis. Soy un egoísta, un egocéntrico.

(Escrito el 20 de junio en la Moleskine)

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